LA PRIMERA LEY DE ACCIDENTES DE TRABAJO por el Dr. Ricardo J. Cornaglia
(2/08/2018- fuente:
“La Defensa” revista del Inst. de Estudios Legislativos - FACA) - La problemática del control de
constitucionalidad de la ley 24.577 de Riesgos del Trabajo y sus sucesivas
reformas y el irrestricto acceso a la justicia por la reparación de
daños, ante el juez natural, es abordado de continuo.
Como un ejercicio de aproximación al conocimiento de
los temas que involucre ese control, se nos ocurre evocar a la que encontramos
como la primera ley de accidentes de
trabajo argentina.
Contra lo que se suele enseñar desde las cátedras, la
primera ley de accidentes del trabajo argentina, no se trata de la ley 9688, de
1915.
Antecedió a esa norma, la Ley 9085, sancionada el 18 de junio de 1913 (B.O. 17 de junio del 1913). Era una
de esas vergonzosas y tardías normas que se sancionan a la apurada cuando la
injusticia social se hace patética ante la opinión pública.
El movimiento obrero argentino, en los albores de
constituir su primera central sindical de sus organizaciones, el 1 de mayo de
1890, convocó a una huelga general como parte de la lucha por la jornada máxima
legal del 8 horas y reclamó la libertad de los mártires de Chicago. Aquellos
que no habían sido colgados y todavía continuaban presos.
El Comité Internacional Obrero, que fue avalado por la
multitudinaria asamblea celebrada en el Prado Español, elevó un petitorio
apoyado en 7.432 firmas, a la Cámara de Diputados, reclamado leyes protectoras
a la clase obrera. Se requirió la limitación legal de la jornada de trabajo
hasta un máximo de 8 horas para los adultos; la prohibición del trabajo a los
niños menores de 14 años y reducción de la jornada a 6 horas para los jóvenes
de ambos sexos de 14 a 18 años; la abolición del trabajo nocturno, salvo en los
ramos de industria que lo hacen indispensable; prohibición del trabajo femenino
en las industrias que afecten su organismo; abolición del trabajo nocturno para
la mujer y los menores de 18 años, con descanso semanal apropiado; la
prohibición de industrias y sistemas que afecten la salud, como así también del
trabajo a destajo; la inspección estatal de talleres, fábricas, habitaciones,
bebidas y alimentos, el establecimiento de un seguro contra accidentes y la
creación de tribunales arbitrales integrados con representación igualitaria de
obreros y patrones.
Cuando la delegación obrera trató de presentar el
petitorio ante la Mesa de Entrada del Congreso Nacional, el burócrata de turno
les informó que la presentación no podía ser aceptada, por falta de un sellado.
La insistencia de la delegación, permitió que finalmente fuera atendida
por el Presidente de la Cámara de Diputados, el General Lucio V. Mansilla,
quien terminó aceptando recibir el petitorio y giró a la Comisión de
Legislación. No hemos podido acceder a despacho alguno de dicha comisión.
Ningún diputado hizo suya la iniciativa. Veintitrés
años después y luego de los fracasos de las iniciativas que proyectaron, entre
otros, los legisladores Belisario Roldán, Alfredo L. Palacios y Arturo Bas, un
accidente y desastre que se produjo en talleres del Ministerio de Obras
públicas, del que resultó muerto el obrero Salomón Villegas y heridos
gravemente varios de sus compañeros, pudo más que las resistencias
conservadoras y se dictó esa ley. Es notorio que esa norma abrevó en la ley
francesa de accidentes del trabajo de 1898, aceptando el tarifarismo de l.000
salarios para el valor vida, del cual poco se diferencia los 53 sueldos
básicos mensuales para el trabajador de 65 años de la ley 24.557 sancionada en
1995, (vigente con reformas que la mejoran pero no sustancialmente, a partir de
un aumento que por lo bajo sigue siendo irrazonable y con el cual se puso coto
a la reparación integral del daño causado (con culpa o sin culpa), dando
seguridad a los dañantes, con un subsidio de reparación parcial que hace a la
víctima, la que debe soportar los magros costos que ponen seguros a los
empleadores en ejercicio de sus actividades lucrativas.
Como entonces, ahora, lo no reparado para los
accidentados y sus familias es una puerta abierta a la indigencia.
La ley 9085, fue una norma puntual de resarcimiento a
las víctimas de ese siniestro. Pero era al mismo tiempo una norma propia del
derecho administrativo laboral, que facultaba al poder administrador (y le
ordenaba con timidez), comportarse en forma similar y “entregar” a las víctimas
futuras de hechos similares, el monto de la mísera tarifa para el valor vida y
baremo para las incapacidades que reconoció.
Era el ejercicio displicente de un poder soberano.
Para entenderla, debe el intérprete saber que
entonces, el fisco, en las contestaciones de demanda, se defendía exigiendo que
como paso previo, la víctima tenía que conseguir la venia del Congreso para
poder acceder a un juicio de valor y daños, como es el que provoca los
infortunios de trabajo. Un artilugio pensado en función de impedir la
litigiosidad pensada como industria ilícita.
Hoy, el reclamo ante el juez natural (laboral) de la
reparación de daños por prestaciones médicas no otorgadas o por la reparación
de daños consumados, nuevamente viene a ser obstaculizado. Pero mediante
procedimientos administrativos que comienzan en las Aseguradoras de Riesgos del
Trabajo, sociedades anónimas a las que se les delega privatizadas gestiones de
derecho social (público en su esencia).
Y que luego obligadamente se prolongan vía recursos
ante las Comisiones Médicas de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo,
órgano del poder administrador, que en la mayor parte de los casos opera en
línea y funcionalmente con las aseguradoras privadas y constituye a los médicos
que las integran en expertos legos en cuestiones jurídicas.
Ambas burocracias, la pública y la privada (mejor
compensada ésta si se tiene en cuenta los balances publicados por las
aseguradoras), se apoyan en el éxito de un sistema estructurado como un
negocio privado y no como parte de la salud pública y el ejercicio del poder de
policía que persiga las formas de trabajo no decente. Las importantes ganancias
que resultan de esta privatización de la seguridad social tercerizada, mientras
la situación se prolonga. no se reinvierten en prestaciones de salud
precisamente. Los costos que crea la monstruosa burocracia privada de las ART y
publica de la SRT incide en los servicios médicos y las reparaciones de daños
que se reconocen. En la calidad y cantidad de casos beneficiados. En
que las enfermedades alcanzadas por las prestaciones sólo sean un dos por
ciento promedio de los últimos diez años, mientras para la O.I.T., constituyen
por lo menos un tercio de los infortunios a reconocer en el mundo.
La ley 9085, fue un acto de sinceramiento vergonzoso,
provocado por una tragedia que sacudió a la opinión pública. Uno de esos
desastres que penetran la coraza de la insensibilidad que caracteriza a las
burocracias.
Un modesto paso adelante en una lucha interminable.
Para la segunda década del siglo XX, un paso adelante
en la barrera administrativa que se les creaba y un antecedente a tener en
cuenta en el presente. Ante los nuevos obstáculos que se les crearon a
los trabajadores, para acceder sin obstáculos ante jueces naturales,
especializados en las complejas regulaciones normativas de la materia que
deciden.
Esto sucede en un país en el que las normas de
seguridad e higiene son continuamente burladas por empleadores, aseguradoras de
empleadoras y el poder de policía que debe controlar a unos y otros. Con total
impunidad.
Esa olvidada ley nos hace recapacitar sobre nuestra
hipocresía, cuando se trata de respetar derechos humanos esenciales de los
ciudadanos más débiles y necesitados.
No registramos que el poder administrador
cumpliera con los deberes impuestos en otros infortunios, ni que los jueces
fundaran sentencias haciendo cumplir sus disposiciones. Creemos que también
sería en vano acudir al Funes borgiano.
Fué antecedente de la ley 9688, sancionada dos años
más tarde, pero no la encontramos mencionada en los debates parlamentarios.
Pudo ser tenida en cuenta por la Corte, en el caso
“Monreal de Lara de Hurtado c. La Nación”, (fallos CSJN T CXXIV, p. 329),
cuando en 1916 hizo lugar a la responsabilidad contractual reconociendo
el principio de indemnidad del trabajador en los infortunios laborales,
imponiendo como deber de seguridad y garantía de indemnidad. Y pese
que para ello, en ese fallo ejemplar, se consagró como principio general de
aplicación e interpretación del derecho al “iura curia novit”, que
desde entonces, reconoció al juez, como esclavo de los hechos y constancias de
la causa, pero soberano en la aplicación del derecho que a ellos refiere.
Fue una sentencia fundacional en el reconocimiento de
que hay formas de responsabilidad por la actividad riesgosa, que no requieren
existencia de conducta culposa en el dañante.
Y como si esto fuera poco (como dicen los vendedores
ambulantes para convencernos) reconoció que el Estado puede ser sujeto a
juicios de reparación de daños de este tipo, (un típico juico de valor), sin
necesidad de la venia del Congreso, superando uno de esos vallados
infranqueables, que sirvieron y sirven como obstáculo al acceso a la justicia.
Pero en la causa no fue mencionada por el juez federal
de primera instancia Manuel B. Anchorena, ni por la Cámara Federal
interviniente, ni por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Lara de Hurtado, se trataba de un trabajador de
Aduanas, fallecido en un accidente acaecido en 1912. Y el silencio, puede
encontrar una débil excusa en que a un sector de la doctrina le resulta
imposible, aun hoy, admitir la imperatividad de la norma más favorable a
los trabajadores en el tiempo, que sirve al llamado principio de progresividad,
como ambas, no dejan de ser nada más que una declinación de la segunda regla de
Ulpiano “alterum non laedere”, deber de no dañar.
Hoy, existe un seguro obligatorio para los accidentes,
como lo reclamaba el movimiento obrero al Congreso ese 1ro. de mayo de 1890.
Pero no se trata nada más que un negocio privado, gestionado por un grupo
oligopólico de financieras, que va siendo cooptado por la industria de la
medicina privada, y que no funciona con las pautas que la Constitución Nacional
ordena operativizar en su art. 14 bis : “… la ley establecerá: el seguro social
obligatorio, que estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con
autonomía financiera y económica, administradas por los interesados con
participación del Estado…. “.
Se trata nada más que el ejercicio de un negocio que
cuando resulta incumplido, porque el seguro no repara o repara
insuficientemente, consigue discriminatoriamente que a ciertos ciudadanos se
les obstaculice diabólicamente la defensa irrestricta e incondicionada, ante
sus jueces naturales, en un sumario y simple debido proceso judicial
sustantivo, propio de un juicio de valor.
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