El silencio, largo, muy largo, que hubo después
(cuento) por Hugo Murno
Lentamente fue pasando ante mí el cortejo fúnebre. Primero la
carroza, con el ataúd, tirada por aquellos cuatro enormes caballos negros, con
el cochero y el lacayo sentados allá arriba, enfundados en sus negras vestimentas
y sus altas galeras, tipo sombreros de copa, iguales a las de los otros
empleados de la funeraria que iban parados en los pescantes traseros de los
incontables carruajes portacoronas y, también, los otros, los que iban
conduciendo, en los pequeños coches, estilo calesas, con los deudos, familiares
y amigos sentados en su interior .Despacio, cansinamente y silencioso hizo su
paso y se alejó por la calle principal, inusitadamente llena de gente a esa
hora de la tarde en un día de trabajo y de pleno verano, preelectoral.
Incomprensible, era todo lo que veía con mis ojillos curiosos que se escapaban de sus órbitas tras todos los movimientos. Y el asombro y la curiosidad y la incredulidad mía, eran comunes a todos los que allí estaban; eso si lo podía entrever y comprender desde mis poco más de cuatro años. Y también la angustia, la rabia, la impotencia de todos los allí presentes. Pero eso lo supe, lo comprendí mucho más tarde, muchos años después. Otro día, mirando desde mi ventana los preparativos de otro sepelio, para otro muerto, para otra muerte.
Aquella vez, la gente se había ido juntando en las veredas bajo el húmedo sol de febrero, en silencio o murmurando muy bajo entre ellos. Eran tan distintos todos los rostros en las caras conocidas de todos los días. Las de todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Y hasta las de los chicos del barrio, aferrados como yo a las manos o a las polleras de sus madres, tenían una expresión distinta a la de siempre, esa vez.
Hacía un largo rato ya que yo había dejado de hacer preguntas sin respuesta y trataba de ordenar, en mi cabecita infantil, los sucesos agitados y nuevos vividos desde temprano esa mañana. No podía, sin embargo, identificar ciertamente los ruidos muy fuertes, secos, que me habían despertado, aquella madrugada. Sólo años después supe que eran, que habían sido estampidos de revólveres, gritos, corridas por la calle, pasando por frente a muestra casa. Y me enteré que eran de sangre aquéllas manchas oscuras y aquel reguero que, febrilmente, las mujeres lavaron, restregaron bien temprano desde la puerta de la casa de al lado, la del médico hasta la esquina, veinte o treinta metros más allá.
Todo eso lo fui sabiendo con el tiempo. Cuando algunos protagonistas de aquella noche y muchos de los presentes esa tarde en las veredas plenas de gente y extrañamente silenciosas, fueron teniendo una relación diferente conmigo, y yo con ellos, cuando el curso de los años me convirtió en un adolescente inquieto y discutidor y compartí con unos y disentí con otros actividades e ideales.
Antes, en aquel momento sólo veía rostros tensos, adustos, ojos enrojecidos y escuchaba el sordo murmullo de sus voces o percibía el llanto ahogado de muchas de las mujeres presentes. Y el silencio, el largo, aplastante silencio que se hizo cuando surgió finalmente el cortejo, y al pasar frente a todos, destacándose el sonido de los cascos de los caballos de tiro, empenachados ellos también de negro. El silencio que siguió al alejarse el cortejo y después. Sobre todo después. Un silencio denso que se prolongó por mucho, mucho tiempo.
Sólo el trote de los caballos y el rodar de los carruajes al llegar al final de la calle y el bajar de las persianas de los comercios a manera de homenaje, de saludo respetuoso pusieron un matiz distinto a ese silencio. Aunque hubieron algunos gritos, aislados, semiahogados, impotentes. Se los escuchó provenir precisamente del final de la calle, casi cuando el coche fúnebre doblaba en dirección a la iglesia, pasando frente al núcleo más numeroso, en su mayoría de jóvenes allí congregados. Fueron unos pocos gritos los que surgieron de gargantas enronquecidas de tanto llorar la noche y el día anterior. Pocos gritos que tuvieron el acompañamiento del persignarse apresurado de varias mujeres o el removerse inquieto de los pies de muchos de los que estaban firmes en sus puestos en la calle.
Poco a poco la calle se fue despoblando. El murmullo ahora era el de los pasos de los que emprendían, pesadamente, el regreso a sus casos o a sus ocupaciones. Nosotros nos quedamos todavía un momento más, pocos eran los metros que nos separaban de donde estábamos parados de la puerta de nuestra casa. Por fin mi madre y yo retornamos y, en ese momento fue que le pregunté: ¿Quién era, mamá? Un estudiante, al que mataron.
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¡Viva Perón, carajo! El destemplado grito atronó el lugar y, casi, sonó más fuerte que las detonaciones que lo acompañaron. Fueron varias. Las detonaciones. Diez o más tiros. Tiros de revólver. De muchos revólveres: de los revólveres que aparecieron en las manos de todos casi sin excepción: de todos los presentes en el lugar y de las de aquellos que irrumpieron gritando. A los gritos y bramidos entraron y tiraron a mansalva, pero buscando los cuerpos de los que estaban en el lugar, que reaccionaron como si estuviesen esperándolos y en fracciones de segundos blandían sus armas en sus manos y hasta en las manos de los mozos y el encargado de la confitería, la vieja Munich, quien extrajo el suyo de su cintura extraordinariamente rápido cuando se percató de la actitud y el gesto, el rictus de las caras de los que habían entrado.
¡Viva Perón, carajo! Escupieron los cuatro –porque eran cuatro— no bien traspusieron la puerta y, deteniéndose apenas una fracción de segundo para ubicar lo que venían a buscar, se encaminaron decidida y criminalmente, resueltos, hacia una de las mesas circulares, la más grande, esa enorme que estaba en una de los lados al fondo del salón y que esa noche resultaba chica para todos los que se habían dado cita allí, casi en una suerte de asamblea más que una mera reunión de estudiantes universitarios militantes de la izquierda del partido radical local.
Dos fueron los muertos. Todos del mismo lado: del grupo de estudiantes. Los otros tuvieron un par de heridos y nada más. Dejaron de aparecer por un tiempo, unas tres semanas y después cómo siempre.
Al día siguiente, enterraron a uno de los muchachos baleados. El otro agonizó una semana.
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TRES
Ahora pasaba otra vez un cortejo fúnebre, por la calle principal del pueblo. Un poco diferente al de hacía una semana, a pesar de que la cantidad de calesas que iban tras la carroza con el ataúd era tan numerosa como las que acompañaban aquella vez, la del estudiante asesinado.
El de esta tarde no incluía ningún coche portacoronas cargando incontable cantidad de ofrendas florales, algo que resultaba inusitado para la época. Llamativamente tanto coronas y palmatorias, cómo cualquier otro presente de ese tipo brillaron por su ausencia, a pedido de los deudos y ni una flor se había visto en el velatorio montado en la casona familiar del barrio inglés. Tampoco cruces ni crucifijos ni otros símbolos, salvo una bandera rojiblanca con un crespón negro anudado en un extremo.
Lo demás era casi un calco del otro, desde los rostros crispados y dolidos de todos los que acompañaban los restos de ese nuevo entierro que pasaba por las calles principales del pueblo, hasta el acompasado trote corto de los caballos empenachados, que transitaba ahora rumbo a ese último destino. Ante su paso frente a las casas las puertas se entornaban y los comercios iban bajando lentamente sus persianas bajas. Y la gente estaba de nuevo en silencio en las veredas, mirando.
El cortejo iba rumbo al cementerio de los disidentes, allí donde sepultaban alemanes, ingleses y otros creyentes de diversas ramas del cristianismo, pero que no comulgaban con la fe católica apostólica romana y que por eso no tenían cabida en el camposanto municipal presidido por una cruz y en el que, no bien entrar, había una capilla donde oficiaban el responso de cuerpo presente de los muertos, fieles de la fe oficial, que hasta allí llegaban. Los otros muertos, los diferentes los de otra fe y los suicidas, iban a un descampado que quedaba atrás, a los fondos. Allí también a veces, dejaban que se enterraran a algunos vecinos judíos, pero ricos, o importantes… Los judíos no tenían un sitio permitido en ninguno de los dos lugares oficiales y tampoco, creo, los ateos ni los agnósticos y otras raras avis que no eran tan pocos sin embargo, como que, muchos de ellos engrosaban las huestes radicales, socialistas o comunistas locales.
Yo tenía cuatro años, hacía poco que mi familia, mis padres, mis hermanas, mis abuelos, mis tías y tíos y yo, se había mudado a Bernal, que en ese entonces era un pueblito cercano a la Capital Federal, al Centro, como insistían en llamar a Buenos Aires, y nada más.
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Cuatro
No era aquel, por cierto, un día igual a este. No caía sobre la ciudad esta llovizna jodedora y fría de julio. Ni era la misma ciudad y han pasado muchos años: más de treinta. Todo eso lo recuerdo ahora, en este preciso momento en que veo los preparativos de otro cortejo fúnebre desde la ventana sobre la que apoya mi mesa de trabajo, en el departamento donde vivo, que mira al noreste y eso dicen que es bueno. La ventana va del techo al piso, con balcón francés, en ochava en esta esquina porteña, complicada, de tránsito constante día y noche. Pero el panorama es el que me gusta y más cuando, como ahora, lo puedo mirar desde un sexto piso.
Llovizna, persistente y fría cae el agua desde hace días y lo que abajo sucede no puede postergarse. A los muertos hay que llevarlos finalmente. Este debe haber sido un pez gordo, escribiría un colega yanqui; a mi me suena que debe haber sido un tipo rico, muy rico, como decimos acá, por la calidad del servicio y del ataúd y la cantidad de ofrendas florales y la vestimenta, los tapados de pieles de ellas, los trajes oscuros de ellos, los uniformes, los paraguas con que se cubren o los cubren, mientras se van ubicando en los innumerables automóviles, todos nuevísimos, los de la cochería y los particulares. Los otros autos, los de los custodios.
El cielo plomizo hace que la escena sea más lúgubre, a esta hora de la mañana, las 11, la qué torna abigarrado el llegar de los cortejos al cementerio de Recoleta. Porque seguro ese es el destino de este muerto. Ilustre, tal vez; un amigo, probablemente, de la dictadura que hace tres años asuela al país.
Cuarto bis Otros muertos; otras muertes
Hubo otras muertes; otros muertos fueron llevados por amigos y parientes, compañeros, familiares, hasta otros cementerios o a aquel mismo. Hubo otros muertos que no tuvieron siquiera esa ceremonia. O no dejaron que las tuvieran.
*A la memoria de Jorge Backmas y Carlos
Rivello
Lentamente fue pasando ante mí el cortejo fúnebre. Primero la
carroza, con el ataúd, tirada por aquellos cuatro enormes caballos negros, con
el cochero y el lacayo sentados allá arriba, enfundados en sus negras vestimentas
y sus altas galeras, tipo sombreros de copa, iguales a las de los otros
empleados de la funeraria que iban parados en los pescantes traseros de los
incontables carruajes portacoronas y, también, los otros, los que iban
conduciendo, en los pequeños coches, estilo calesas, con los deudos, familiares
y amigos sentados en su interior .Despacio, cansinamente y silencioso hizo su
paso y se alejó por la calle principal, inusitadamente llena de gente a esa
hora de la tarde en un día de trabajo y de pleno verano, preelectoral.Incomprensible, era todo lo que veía con mis ojillos curiosos que se escapaban de sus órbitas tras todos los movimientos. Y el asombro y la curiosidad y la incredulidad mía, eran comunes a todos los que allí estaban; eso si lo podía entrever y comprender desde mis poco más de cuatro años. Y también la angustia, la rabia, la impotencia de todos los allí presentes. Pero eso lo supe, lo comprendí mucho más tarde, muchos años después. Otro día, mirando desde mi ventana los preparativos de otro sepelio, para otro muerto, para otra muerte.
Aquella vez, la gente se había ido juntando en las veredas bajo el húmedo sol de febrero, en silencio o murmurando muy bajo entre ellos. Eran tan distintos todos los rostros en las caras conocidas de todos los días. Las de todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Y hasta las de los chicos del barrio, aferrados como yo a las manos o a las polleras de sus madres, tenían una expresión distinta a la de siempre, esa vez.
Hacía un largo rato ya que yo había dejado de hacer preguntas sin respuesta y trataba de ordenar, en mi cabecita infantil, los sucesos agitados y nuevos vividos desde temprano esa mañana. No podía, sin embargo, identificar ciertamente los ruidos muy fuertes, secos, que me habían despertado, aquella madrugada. Sólo años después supe que eran, que habían sido estampidos de revólveres, gritos, corridas por la calle, pasando por frente a muestra casa. Y me enteré que eran de sangre aquéllas manchas oscuras y aquel reguero que, febrilmente, las mujeres lavaron, restregaron bien temprano desde la puerta de la casa de al lado, la del médico hasta la esquina, veinte o treinta metros más allá.
Todo eso lo fui sabiendo con el tiempo. Cuando algunos protagonistas de aquella noche y muchos de los presentes esa tarde en las veredas plenas de gente y extrañamente silenciosas, fueron teniendo una relación diferente conmigo, y yo con ellos, cuando el curso de los años me convirtió en un adolescente inquieto y discutidor y compartí con unos y disentí con otros actividades e ideales.
Antes, en aquel momento sólo veía rostros tensos, adustos, ojos enrojecidos y escuchaba el sordo murmullo de sus voces o percibía el llanto ahogado de muchas de las mujeres presentes. Y el silencio, el largo, aplastante silencio que se hizo cuando surgió finalmente el cortejo, y al pasar frente a todos, destacándose el sonido de los cascos de los caballos de tiro, empenachados ellos también de negro. El silencio que siguió al alejarse el cortejo y después. Sobre todo después. Un silencio denso que se prolongó por mucho, mucho tiempo.
Sólo el trote de los caballos y el rodar de los carruajes al llegar al final de la calle y el bajar de las persianas de los comercios a manera de homenaje, de saludo respetuoso pusieron un matiz distinto a ese silencio. Aunque hubieron algunos gritos, aislados, semiahogados, impotentes. Se los escuchó provenir precisamente del final de la calle, casi cuando el coche fúnebre doblaba en dirección a la iglesia, pasando frente al núcleo más numeroso, en su mayoría de jóvenes allí congregados. Fueron unos pocos gritos los que surgieron de gargantas enronquecidas de tanto llorar la noche y el día anterior. Pocos gritos que tuvieron el acompañamiento del persignarse apresurado de varias mujeres o el removerse inquieto de los pies de muchos de los que estaban firmes en sus puestos en la calle.
Poco a poco la calle se fue despoblando. El murmullo ahora era el de los pasos de los que emprendían, pesadamente, el regreso a sus casos o a sus ocupaciones. Nosotros nos quedamos todavía un momento más, pocos eran los metros que nos separaban de donde estábamos parados de la puerta de nuestra casa. Por fin mi madre y yo retornamos y, en ese momento fue que le pregunté: ¿Quién era, mamá? Un estudiante, al que mataron.
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Dos
¡Viva Perón, carajo!¡Viva Perón, carajo! El destemplado grito atronó el lugar y, casi, sonó más fuerte que las detonaciones que lo acompañaron. Fueron varias. Las detonaciones. Diez o más tiros. Tiros de revólver. De muchos revólveres: de los revólveres que aparecieron en las manos de todos casi sin excepción: de todos los presentes en el lugar y de las de aquellos que irrumpieron gritando. A los gritos y bramidos entraron y tiraron a mansalva, pero buscando los cuerpos de los que estaban en el lugar, que reaccionaron como si estuviesen esperándolos y en fracciones de segundos blandían sus armas en sus manos y hasta en las manos de los mozos y el encargado de la confitería, la vieja Munich, quien extrajo el suyo de su cintura extraordinariamente rápido cuando se percató de la actitud y el gesto, el rictus de las caras de los que habían entrado.
¡Viva Perón, carajo! Escupieron los cuatro –porque eran cuatro— no bien traspusieron la puerta y, deteniéndose apenas una fracción de segundo para ubicar lo que venían a buscar, se encaminaron decidida y criminalmente, resueltos, hacia una de las mesas circulares, la más grande, esa enorme que estaba en una de los lados al fondo del salón y que esa noche resultaba chica para todos los que se habían dado cita allí, casi en una suerte de asamblea más que una mera reunión de estudiantes universitarios militantes de la izquierda del partido radical local.
Dos fueron los muertos. Todos del mismo lado: del grupo de estudiantes. Los otros tuvieron un par de heridos y nada más. Dejaron de aparecer por un tiempo, unas tres semanas y después cómo siempre.
Al día siguiente, enterraron a uno de los muchachos baleados. El otro agonizó una semana.
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TRES
Ahora pasaba otra vez un cortejo fúnebre, por la calle principal del pueblo. Un poco diferente al de hacía una semana, a pesar de que la cantidad de calesas que iban tras la carroza con el ataúd era tan numerosa como las que acompañaban aquella vez, la del estudiante asesinado.
El de esta tarde no incluía ningún coche portacoronas cargando incontable cantidad de ofrendas florales, algo que resultaba inusitado para la época. Llamativamente tanto coronas y palmatorias, cómo cualquier otro presente de ese tipo brillaron por su ausencia, a pedido de los deudos y ni una flor se había visto en el velatorio montado en la casona familiar del barrio inglés. Tampoco cruces ni crucifijos ni otros símbolos, salvo una bandera rojiblanca con un crespón negro anudado en un extremo.
Lo demás era casi un calco del otro, desde los rostros crispados y dolidos de todos los que acompañaban los restos de ese nuevo entierro que pasaba por las calles principales del pueblo, hasta el acompasado trote corto de los caballos empenachados, que transitaba ahora rumbo a ese último destino. Ante su paso frente a las casas las puertas se entornaban y los comercios iban bajando lentamente sus persianas bajas. Y la gente estaba de nuevo en silencio en las veredas, mirando.
El cortejo iba rumbo al cementerio de los disidentes, allí donde sepultaban alemanes, ingleses y otros creyentes de diversas ramas del cristianismo, pero que no comulgaban con la fe católica apostólica romana y que por eso no tenían cabida en el camposanto municipal presidido por una cruz y en el que, no bien entrar, había una capilla donde oficiaban el responso de cuerpo presente de los muertos, fieles de la fe oficial, que hasta allí llegaban. Los otros muertos, los diferentes los de otra fe y los suicidas, iban a un descampado que quedaba atrás, a los fondos. Allí también a veces, dejaban que se enterraran a algunos vecinos judíos, pero ricos, o importantes… Los judíos no tenían un sitio permitido en ninguno de los dos lugares oficiales y tampoco, creo, los ateos ni los agnósticos y otras raras avis que no eran tan pocos sin embargo, como que, muchos de ellos engrosaban las huestes radicales, socialistas o comunistas locales.
Yo tenía cuatro años, hacía poco que mi familia, mis padres, mis hermanas, mis abuelos, mis tías y tíos y yo, se había mudado a Bernal, que en ese entonces era un pueblito cercano a la Capital Federal, al Centro, como insistían en llamar a Buenos Aires, y nada más.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::
Cuatro
No era aquel, por cierto, un día igual a este. No caía sobre la ciudad esta llovizna jodedora y fría de julio. Ni era la misma ciudad y han pasado muchos años: más de treinta. Todo eso lo recuerdo ahora, en este preciso momento en que veo los preparativos de otro cortejo fúnebre desde la ventana sobre la que apoya mi mesa de trabajo, en el departamento donde vivo, que mira al noreste y eso dicen que es bueno. La ventana va del techo al piso, con balcón francés, en ochava en esta esquina porteña, complicada, de tránsito constante día y noche. Pero el panorama es el que me gusta y más cuando, como ahora, lo puedo mirar desde un sexto piso.
Llovizna, persistente y fría cae el agua desde hace días y lo que abajo sucede no puede postergarse. A los muertos hay que llevarlos finalmente. Este debe haber sido un pez gordo, escribiría un colega yanqui; a mi me suena que debe haber sido un tipo rico, muy rico, como decimos acá, por la calidad del servicio y del ataúd y la cantidad de ofrendas florales y la vestimenta, los tapados de pieles de ellas, los trajes oscuros de ellos, los uniformes, los paraguas con que se cubren o los cubren, mientras se van ubicando en los innumerables automóviles, todos nuevísimos, los de la cochería y los particulares. Los otros autos, los de los custodios.
El cielo plomizo hace que la escena sea más lúgubre, a esta hora de la mañana, las 11, la qué torna abigarrado el llegar de los cortejos al cementerio de Recoleta. Porque seguro ese es el destino de este muerto. Ilustre, tal vez; un amigo, probablemente, de la dictadura que hace tres años asuela al país.
Cuarto bis Otros muertos; otras muertes
Hubo otras muertes; otros muertos fueron llevados por amigos y parientes, compañeros, familiares, hasta otros cementerios o a aquel mismo. Hubo otros muertos que no tuvieron siquiera esa ceremonia. O no dejaron que las tuvieran.
Buenos Aires, 27 de julio de 1979 — 13 de julio de 2009
Jorge Backmas y Carlos A.
Rivero, dos estudiantes, militantes de la Federación Universitaria de La Plata
(FULP), —que compartían también su pasión por la Biblioteca Mariano Moreno, de
Bernal—, fueron asesinados una noche de febrero de 1946, días antes de las
elecciones presidenciales en la Argentina. El hecho ocurrió en el interior de
una cervecería, la ya inexistente Munich, ubicada frente a la estación
ferroviaria de la ciudad de Bernal, partido de Quilmas en la provincia de
Buenos Aires.
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